Eran las 4 de la madruga, luego de una prolongada conversación que parecía no tener final. Veintipico años después, –si lazima nyeupe au-, las casualidades y la magia por muchos satanizada de las redes sociales habían hecho realidad un milagro casi salido de la Enciclopedia Tlön.
La charla inició como cualquier conversación adulta a eso de las 10 de la noche:
-Que gusto encontrarte, tanto tiempo después… bla, bla, bla
-…Sí, no la he visto. A ese sí, creo que vive en Estados Unidos…
-…sabes quien murió, aquel que le decían pedo resentido… jajaja, bla, bla, bla.
-Sí. No, ¿Gay?… ¡No te creo!, que desperdicio…
23 líneas fueron suficientes para entender que hemos estado desconectados, que somos consecuencia de las circunstancias. Luego la charla cambió de estrofa aunque no de coro:
-¿Y que haces?
-Yo también estudié Bachillerato, luego me fui para… bla, bla, bla.
47 líneas vacías, como la conversación que tendríamos con un ex compañero de trabajo o un encuentro casual en el avión para intercambiar millas por saliva.
Pero la línea 52 cambió totalmente el código:
-Que tiempos aquellos…
El recorrido inició en ese sector de nuestro disco duro, que la desfragmentación no puede tocar, rojo y con una letrecilla B. Luego se mezcló entre recuerdo y conversación como mapa mental en hilos ligeramente conectados, a partir de su primera sonrisa en aquel salón de Actividades Prácticas, cuando el formón se fue en mi dedo índice; y mientras el más grandulón se desmayaba con la sangre sobre el carrito de madera, ella se quitó la bincha negra que usaba como diadema y en un momento cortó la fuga de sangre y cubrió mi dedo.
Aquella mirada habría quedado en mi memoria por siempre, linda, de mejillas blancas y su sonrisa temerosa, con un salvaje mechón de pelo cubriéndole el rostro a falta de la bincha y su ojo mirándome casi con la ceja izquierda. No podía recordarla con otra ropa que no fuera su camisa blanca y falda de paletones azules, pero no ocupaba recordar algo más porque el amor en esos tiempos estaba en los ojos –en esos primeros días, claro-.
Ese día fue mágico, mientras la Seño Selva me miraba el dedo en enfermería mi recuerdo estaba en aquella mirada, y la forma como hacía su piquito al decir:
-Presione aquí, más fuerte.
Aquella noche, después de hacer tareas en salón de estudios me acosté en la tarima y fue imposible quitarme su rostro de mi recuerdo. Cerraba mis ojos y la veía en el cielo falso del techo, los abría y se desvanecía en un tono boreal pixeleado; sentí bonito pensar en ella, y tuve un sueño extraño en que la veía sonreír de lado a lo lejos, en un atardecer que de RGB #DDA0DD en el horizonte se decantaba en sus mejillas y se disimulaba en densos nubarrones tirando como a siena tostado.
Al día siguiente todo parecía volver a la rutina. La clase de Estudios Sociales con su fastidiosa pregunta de la primera hora, mortales nervios por ser el próximo, que se agotaran las preguntas fáciles, estrés por un presumido estudioso que parecía sabérselas todas y unas tremendas ganas de orinar que provocaba la sarcástica carcajada de la Profesora Élida. Luego pasó Bocho con la clase de Matemáticas, y entonces me llegó un papelito de tres sillas delante, doblado sin mucha gracia:
-Buenos días mi paciente, cómo está el dedito.
Levanté la mirada, y ella me fotografío con el rabo del ojo al momento que me hizo una leve sonrisa sin Azimut de 32° 27′ y 42.77".
Entonces fui consciente de lo que era estar enamorado. Respiré entrecortado, no aire sino una mezcla de cuchillos que atravesaron mi faringe, despedazando el nudo de mi tráquea y pasconearon mis pulmones en espectacular latigazo. Era fatal pero al mismo tiempo suculento, sentía que su mirada estaba en mi sangre, y sin más vuelta le contesté el papelito.
-Está mejor, grasias a alguien.
No me contestó, no me volvió a ver en toda la mañana. Tuve temor que no le hubiera llegado, me sentí un terrible idiota, al grado que olvidé totalmente lo que había contestado.
Pero el amor en esos días toca la puerta una sola vez; luego como el Gobernador de Los Angeles, vuelve con todo y camión a derribarla. Justo eso sucedió en la jornada de la tarde, cuando ella muy seria me pidió prestado el cuaderno de Inglés, y me lo regresó con una cartita doblada artísticamente, pasteleada por encima con ralladura de lápiz de color, con dos letras iniciales entremezcladas que definitivamente decían que era para mí. La guardé en el bolsillo y soporté desesperado las tres horas que me parecieron una eternidad, con golpes en el corazón, picazón en las costillas y una mezcla de erección con grandes ganas de orinar. Aquel fue el inició de un ir y venir de cartitas en las que gastaba una hora en escribir del alma, media en volverla a hacer con Larousse en mano y un día entero para esperar una respuesta cada vez más comprometedora.
___________________________
Es curioso, eran las 3 de la madrugada, y nuestra charla era una mezcla de estar dormido recordando un pasado fantástico con estar despierto conversando amenamente. Hasta ese momento, nunca hablamos de nuestras vidas actuales.
Pero eso solo parecía ser una secuencia del lado inocente del corazón. Nos reímos concluir que nunca le pedí que fuera mi novia, y tampoco dejamos de serlo. No hubo cortejo, no hubo esperas, pruebas de sinceridad, no hubo consultas a la almohada, ayunos, tratos, acuerdos ni tampoco un palo de regreso. Nunca supimos el momento que nuestras cartitas fueron tomando un lado metafórico al rededor de temas cotidianos pero que sabíamos sin haberlo acordado encerraban significados comprometedores; un lenguaje en clave único, que nació con el dedito y terminó con la espumilla derritiéndose en mi boca…
Una especie de evasión a lo imposible nos impidió preguntar cosas que no queríamos oír. No nos pedimos el número de teléfono celular, solo el correo, parecía ser suficiente y, entonces, a esa hora de la madrugada en que apenas suenan gatos en el tejado y silbatos de vigilantes trasnochados, acordamos vernos al día siguiente en un Expresso Americano de San Pedro Sula.
Fue entonces, que me di cuenta que horas eran, y en la misma sensación de hacía chorromil años me bañé dos veces, me lavé los dientes una, otra y otra vez, hice gárgaras con el enjuague yodado y me gasté casi cuarenta minutos con la gelatina frente al espejo para disminuir las canas de la vida. Nervios, incomodidad, desesperación, tal como en aquellos días; tuve la intención de enviarle un mensaje más pero me arrepentí ante el miedo de descomponer la cosa o la sensación que fuera interceptado por alguien más… alguien más… otra persona…
Me dormí un par de horas, en un sueño entrecortado. Era una extraña sensación de querer salir corriendo y la calma que producía la mirada de aquella chica en la cancha, con la punta de su lengua rozando suavemente el labio superior. Con sus ojos entreabiertos, lindos, pero idos en el empeño por concentrar todas las papilas gustativas para discernir la espumilla en el umami, o lo que quedara de este en un reciente beso robado allá atrás de la casa de donde vivía Laura y Baudilio. Y luego me despertaba e inevitablemente recordaba sus ojos cerrados, sus cejas fruncidas de pasión cuando nos dieron la orden de finalizar ese tercer beso, sus manos presionando mi espalda para no soltarse y la cosquilla que producía su mordisco suave en mi labio superior…
______________________________________
Y allí estaba yo, sentado en la mesa del Expresso, con mi segunda taza de Moka cuando cayó el mensajito que esperaba.
-Estoy en el parqueo, ¿dónde estás?
Me asomé a la ventana y un único auto Turquesa estaba estacionándose en reversa.